lunes, 26 de diciembre de 2011

PRODIGIOS MATEMÁTICOS




La anécdota es de mi hermano, que estudia ingeniería química en la universidad del Atlántico. Un profesor suyo, me cuenta, cubrió el tablero hace un par de semanas con un complicado ejercicio matemático que él mismo había diseñado en su casa para compartirlo con sus estudiantes. Cuando se aproximaba a la respuesta empezó a vacilar. Se puso las manos en la cintura, dio unos pasos hacia atrás, recorrió con la vista todo el tablero, siguiendo con el dedo la secuencia de cada operación, hasta que pareció haber visto la luz. Escribió la solución con ademanes resueltos y se volvió hacia la clase para ver cómo le había quedado el ojo.

-Esa respuesta está mala -dijo mi hermano- porque si despejamos "y", entonces "x" y "z"...
-Déjame ver -dijo el profesor. Después de inspeccionar nuevamente el tablero, reconoció-: Sí, Baldovino, así es.

Borró y volvió a escribir, pero al final se dio por vencido Se rascó la mollera con talante preocupado y murmuró de espaldas a sus estudiantes:

-Qué raro. En la casa sí me daba.

MALENTENDIDO


Alguien escribió a mi correo manifestando su deseo de publicar un cuento mío en una página que tenía bajo su administración, y yo le respondí que me sentía muy honrado. No obstante, fui enfático al advertirle que se abstuviera de seguir la edición que circulaba en una antología, por no respetar la puntuación que yo proponía, acorde al ritmo interior de la historia, y por cambiar sin mi consentimiento algunos términos.

Como el cuento apareciera en la página web, de todos modos, emulando la versión de la que yo abjuraba, escribí un correo al amigo de la manera más decente posible, esgrimiendo todos los recursos que cabe imaginar en este caso para recordarle nuestro acuerdo, y defender mi posición con respecto a la ausencia total de comas en el penúltimo párrafo.

Resultado: el amigo descolgó el cuento y me dijo que qué pena, que no sabía que yo me iba a molestar, que esa no era la idea, y otras cosas por el estilo. Más tarde, incluso, llegué a leer en dicha página algunos comentarios denigratorios hacia mi persona, fomentados vaya a saber por quién, donde decían que quién me creía yo, que tanta alharaca por un cuento de mala muerte, y bla, bla, bla.

A mí sinceramente me dio risa el asunto, y apoyado en la certeza, que ya es un cliché, de que los escritos se defienden solos, presté oídos sordos y resolví no responder a las provocaciones.El cuento fue que terminé siendo el malo de la película por reclamar lo justo.

¿De dónde le viene a la gente la idea de que es lícito y hasta saludable meterle mano a los escritos ajenos, como si fuera el sancocho a la orilla del río, donde todo el mundo pica verdura y mete cuchara, contando con el hecho improbable de que el autor estará de acuerdo?

Ahora entiendo lo que sintió Tanguito en la película cuando salió de la cárcel y escuchó "El amor es más fuerte" convertida en un divertimento para los chicos rosa de Buenos Aires....

EXPRESIÓN CORPORAL

 
El profesor Julio Nuñez Madachi estaba tan emocionado en la clase de ese día, que se explayó en la relación de todas las artes por las que nostros deberíamos interesarnos. Tan emocionado que incluso quiso hacernos una muestra gráfica de como debía ejecutarse cada disciplina:

-La poesía -e hizo ademán de estar escribiendo un poema en un cuaderno invisible-, la música -y se puso a rasguear ante nosotros una guitarra de aire-, la escultura -y se puso a moldear una mole de arcilla imaginaria-. y sobre todo....espérenme un momento -quitó el pupitre de enmedio para que no le estorbara en sus movimientos, se desembarazó de los lentes y lapiceros que indefectiblemente llevaba en el bolsillo de su camisa, se tronó los dedos carraspeando, y se desplazó en la punta de los pies, con la barbilla altiva y los brazos al lado del cuerpo, flexibles como alas de ganso, hacia el otro extremo del salón, donde dio un salto abriendo las piernas como un compás.

Luego, juntó la punta de sus dedos por encima de su cabeza con los brazos extendidos en toda su longitud, flexionó las rodillas y por poco se da de narices contra el tablero al dar un giro torpe sobre sí mismo. Recobrando el equilibrió con dificultad, adoptó finalmente la serena dignidad de esas gimnastas olímpicas después de un aparatoso traspié, y remató:

-El ballet.

No sé cómo hicimos para no totearnos de risa en su presencia.

LA MAGIA DEL PARQUE TAYRONA


              En la montaña del Sinaí recibió Moisés los diez mandamientos; en la del Olimpo resolvían los dioses griegos la suerte de los mortales; en la cumbre del monte Hira recibió Mahoma los principios del Islam.  La razón por la cual se  le atribuye un halo ignoto y sobrecogedor  a las montañas parece sencilla para algunos: su vértice tiene la propiedad de  canalizar una energía sutil que viene de planos superiores y se derrama pródigamente por sus alrededores. 

               Para muchos esto son pamplinas; insulsos devaneos literarios, intentos fallidos de una Pseudo ciencia por reclutar en su filas prosélitos incautos. Para quienes hemos vivido la magia del parque Tayrona, asentado en las estribaciones de una de las cadenas montañosas más altas del mundo, es la única  explicación plausible para lo que allí se experimenta. 

          Visito ocasionalmente las playas del parque Tayrona desde hace exactamente trece años, y desde entonces  “magia” es una palabra que  escucho con frecuencia en boca de los cachacos y extranjeros  que acabo de conocer,  para referirse al modo inaudito en que coinciden nuestros destinos  alrededor de una olla con arroz de sardinas o de un timbo con chicha de piña y panela fermentada preparada por algún nativo.

-Quién lo iba a pensar, parce. ¿Sí o qué? –decía un artesano  rasta, cierto día, aguantando la respiración para no dejar escapar el humo  que retenía en sus pulmones. Luego tosía, escupía al piso y le decía al muchacho enjuto de barba puntiaguda  y gorrito de colores que tenía al lado, mientras le pasaba el porro humeante-: La semana pasada usted  estaba en Israel y ahora esta aquí con nosotros. ¿No le parece chimba?

          Así, pelando un coco, arreando leña, soplando el fogón para que no se apague, entra uno rápidamente  en confianza con suecos y alemanes, con rolos e israelitas, con argentinos y chilenos, con un brillo amigable en la mirada,  y una mano siempre presta a tenderte el sartén que necesitas, o el ápice de aceite que te hace falta para el arroz.  Confianza que difícilmente  se da entre dos personas que se ven por primera vez en el cuarto de un ascensor de una gran metrópolis. 

-Soy médico natuguista –me decía un francés, la última vez que fui con mi esposa, al tiempo que yo le cedía mi fogón para que pusiera a hervir un poco de avena-.  Me casé dos veces y me sepagué. No me gusta comeg cagne poque estoy en contrga del magtrato animag. Tengan: dos pedazos de manzana, ideag paga los jugos gástricos.
             Y otras historias de ese y otro jaez.   Pero “magia” es también ese influjo hipnótico que ejerce el parque sobre las personas que entran en sus dominios, y que trasciende la singularidad del paisaje: esos enormes cerros verdes coronados por una aureola de niebla, el interior del monte lleno de ardillas y de ejércitos de hormigas con enormes pedazos de hojas a cuestas, las quebradas de agua transparente en cuyo fondo encuentra uno brillantes granos de arena que parecen de oro puro, y, claro, esas  playas aisladas las unas de los otras por promontorios de rocas, con enormes peñascos a flor de agua, sobrevolados por bandadas de gaviotas. 

          Era, pues, una constante despedirme de artesanos, pintores, músicos,  universitarios de todos los estratos, astrosos piquetes  de andariegos que hacían malabares con fuego acompañándose con un yembé, que anunciaban su partida para esa misma tarde, y que en los días subsiguientes se veían muy campantes,  tomando el sol en la playa junto a un grupo de desconocidos y bebiendo agua de coco, como si no tuvieran la intención de abandonar aquel lugar por el resto de sus días.

-No sé qué tiene el parque Tayrona, hermano -me decían más tarde rascándose la cabeza- que no lo deja ir a uno. 

              Yo si lo sabía: la magia.   El caso más memorable es el de  una pelada que conocí hace unos 7 años. Provenía de una familia prestante del Tolima, y se había trasladado a Barranquilla con su novio para trabajar como barman en una discoteca de renombre. Lo había sorprendido con otra mujer, y sin pensarlo dos veces, se había ido para Santa Marta, provista, únicamente, de la ropa que tenía puesta. Allí le hablaron de las maravillas del parque Tayrona y no lo pensó dos veces.

 -Sólo vine de paso  –nos dijo al llegar al camping-. Qué pena no haber venido preparada para quedarme.

         Una pereirana le regaló una falda. Un amigo  que se iba ese día le prestó una carpa con la condición de que se la entregara en Barranquilla, y yo le propuse compartir la comida. Recuerdo que se quedó una semana y que se fue con más cosas de las que vino. Se llamaba Jenny y tenía las maneras y fisonomía de una niña de papi y mami, pero con los arrestos y buena voluntad necesarios para tiznarse la cara tratando de prender el fogón y preparar unas arepas que le quedaban como una melcocha. Era una especie de Circe de caderas gráciles y perfil de Bella Durmiente, que gozaba del don especial  de conseguir una sarta de pescados, una parrilla regalada,  una gorra, o una lata de gaseosa, con un candoroso movimiento de sus pestañas. Yo le preguntaba cómo lo hacía y ella me contestaba  sonriendo:

-Pura magia.

             Pero la magia, ante todo, se vive en el parque Tayrona en la manera en que los deseos pasan del plano de las abstracciones al de los hechos concretos por un conducto que la ciencia no puede explicar satisfactoriamente. Caminando por senderos sinuosos y escarpados hasta Pueblito, a una hora de camino del Cabo San Juan, con una chilena y dos alemanes, hallé, un año más tarde,  merced a esa presencia magnánima  e invisible a la que estoy aludiendo, mandarinas frescas en mi camino y paquetes de galletas club social que alguien parecía haber abandonado para nuestro sustento. Nos detuvimos a beber agua en una quebrada y el alemán dijo:

-Qué no llaría por un borro.

        Pero un porro en  baja temporada y en aquel lugar tan solitario parecía algo tan inasequible, que nadie  se dignó hacer ningún comentario. A nuestro descenso por la playa nudista nos tendimos bajo un palo de coco a fumar piel rojas. La chilena se puso a escarbar con un palito en la arena por pura ociosidad y ¡oh, sorpresa! un bareto de la longitud  de un barquillo piazza que hizo llorar de felicidad a los espigados alemanes. 

         Por efectos de esa misma fuerza misteriosa me quedé un día sin nada que comer, cuando faltaba una semana para que se me vencieran en el camping los días que había pagado, y heredé la bolsa de víveres de un par de rolos a quienes yo ayudaba a encender el fuego. Sentado sobre una roca enorme,  bajo cuyo zócalo venía a estrellarse mansamente el mar,  y ahíto de arroz con lentejas y guiso de atún, me sentí en paz con el mundo y bendije a la brisa y el hecho de estar vivo. Descendí después por un talud jabonado con una pátina natural de algas, y fui uno solo con el mar.